Miles de turistas visitan la selva venezolana en busca del mayor salto de agua del mundo, y este es el reportaje publicado por El País de España, realizado por Melissa Silva Franco.
El cuerpo diminuto de Petra Cataneo avanza con rapidez por el interior de una selva que alcanza los 35 grados centígrados. En sus manos lleva un enorme cuchillo que desliza sin miramientos entre las ramas indisciplinadas que brotan de algunos de los árboles. Son las nueve de la mañana y esta mujer ya ha enviado a sus hijos a la escuela, limpiado la casa, preparado los alimentos, navegado más de 20 kilómetros de río en una improvisada embarcación de madera y, por último, recorrido durante dos horas el camino que la lleva hasta Turaradem.
Por MELISSA SILVA FRANCO / Estado Bolívar /Venezuela
Turaradem es un extenso huerto situado en el Valle de Kamarata que reposa a los pies del Auyantepuy, esa gigante montaña del sur de Venezuela que en tamaño equivale a Menorca. Es cuna del Salto Ángel, la caída de agua más alta del planeta. Es desde este trozo de tierra fértil donde mujeres como Petra han comenzado uno de los 25 proyectos que buscan generar trabajo para los indígenas de la etnia pemón.
Petra está recuperando las tierras como Turaradem y las técnicas de cultivo heredadas por sus ancestros para reactivar la agricultura en la región, un proceso que genera trabajo a los más jóvenes, produce alimentos en un país con alto porcentaje de escasez y estimula la economía local entre las familias.
Para esta pemona, lo importante es que la cultura indígena no continúe disolviéndose entre dos grandes amenazas que ensombrecen el futuro de la etnia: la minería ilegal y la emigración de los jóvenes a las ciudades, donde en el mayor de los casos terminan en situación de indigencia o en trabajos explotadores. El Ministerio del Poder Popular de Petróleo y Minería ha publicado unas cifras que consolidan la preocupación de Petra. Cada año, las empresas ilegales que operan en el país logran extraer toneladas de oro al exterior valoradas en unos 280 millones de euros.
Es una realidad que tiene a la comunidad dividida y al territorio herido. Los campamentos de minería ilegal trabajan a toda marcha en el corazón de la selva y avanzan como picoteos salvajes cada vez más cercanos al sagrado Auyantepuy. Un sobrevuelo basta para conocer cómo la minería acecha a las comunidades y recluta a cada más indígenas, quienes son contratados con sueldos equivalentes a los 150 euros por semana en un país en el que el salario mínimo asciende a los 80 euros al mes.
Es una lucha de David contra Goliat. Pero Petra no está sola: a este movimiento se han sumado más mujeres y familias de las comunidades vecinas que han comenzado pequeños proyectos en el que unifican las tradiciones con las necesidades actuales.
Hortensia Berti tiene el liderazgo de haber sido una de las primeras mujeres en asumir el cargo de capitana de la comunidad de Kamarata, una silla que había pertenecido desde hace siglo a los hombres más cultos de la etnia. Hortensia ha visto cómo cada vez más jóvenes dejaban la selva para ir a la ciudad o a los campos mineros, así que, sin titubear, forma parte de esta iniciativas colectivas. Ella regenta un hostal de turismo ecológico que pertenece a toda la comunidad, cuyos puestos de trabajo y beneficios son repartidos de manera igualitaria entre las familias. “Nuestra lucha es convencer a nuestros jóvenes que irse a las minas significa acabar con la tierra que los dioses nos han prestado, y que el turismo responsable es una opción más coherente para aprovechar el lugar en el que vivimos”, asegura la mujer.
Y es alrededor del turismo responsable desde donde surgen la mayoría de los proyectos. Es un punto fuerte en esta región de Venezuela y los indígenas quieren retomar el control de sus tierras frente a la oleada de turistas que llegan cada día a fotografiar al Auyantepuy.
Eulalia Sandoval se fue a la ciudad para estudiar, y a los años volvió con un título de administradora en su maleta. Ella es uno de los rostros más jóvenes de este grupo de mujeres y su madre Inés es una de las mayores, con 70 años a cuestas. Entre ambas han puesto en marcha un sistema de visitas a las imponentes cascadas que gotean con fuerza en el interior del Auyantepui, donde los turistas conocen de mano de los propios indígenas las leyendas pemonas.
Inés además lidera el huerto que produce los alimentos que van a parar a estos hostales ecológicos. Es la abuela de la comunidad, un título que le concede el trabajo de traspasar a los más pequeños la cultura indígena. Ella lo hace cada día a través de la música, por eso es que una escena común es escucharla cantar ante la mirada acostumbrada de los niños que la rodean.
“Ya las niñas no saben hacer hilos”, asegura la anciana. “Antes nos preparaban para saber llevar una comunidad, nuestras madres y abuelas nos enseñaban a hacer el hilo, a tejer hamacas. Ahora las niñas van al mercado y compran un rollo de nylon. Por eso ahora hay que trabajar más fuerte en trasmitir los valores de quienes somos, ser los guardianes de nuestras tierras”.
Todos estos emprendimientos ya cuentan con un programa de autofinanciación. Este sistema nace de la Fundación Esteban Torbar, una organización venezolana que creó el programa llamado EPOSAK(en lengua pemona significa logro) y que desde hace tres años consigue el dinero entre la ciudadanía para financiar las iniciativas de los indígenas.
Karem Pérez es una de las voluntarias de EPOSAK. Ella abandonó su puesto en una gran empresa multinacional para apostar por este proyecto en el país. Ahora esta emprendedora viaja varias veces al año desde Caracas hasta la selva para trabajar un plan de desarrollo de estas iniciativas comunitarias con indígenas como Eulalia, Petra o Inés. “Lo que nos mueve es trabajar por un desarrollo sostenible con el ambiente que prevalezca y preserve sus tradiciones. Nosotros trabajamos un plan de negocio, colgamos el proyecto en nuestra web, los ciudadanos hacen un préstamo y luego la emprendedora cumple con el plan de repago una vez que su negocie esté en marcha”, describe. “Las cifras son reveladoras, cada emprendedora ha cumplido al 100% con el repago con total éxito”.
Las mujeres pemonas continúan generando nuevos proyectos que ya representan una fuente de trabajo para jóvenes como Amalia, quien luego de una dura temporada de trabajo doméstico en el norte del país volvió a la selva con la oferta de fabricar mermeladas de piñas, un producto que nace del huerto de Petra. “En la ciudad nació mi hijito”, cuenta. “Los dueños de la casa donde trabajaba lo maltrataban, así que no dudé en volver cuando supe que en Kamarata había oportunidad de trabajo”.
Amalia recuperó la receta de sus antepasados, recicla recipientes de vidrio por la comunidad y vende estas mermeladas a los turistas y familias que llegan a la región. Hoy cumple con un nuevo repago, ella ha reinvertido sus primeras ganancias en comprar un equipo para imprimir las etiquetas de su producto.
Petra confía en que casos como los de Amalia se multipliquen. La selva para ella es una herencia, y por ello sentencia sin miramientos, que la única forma de sobrevivir es mantenerse firme para protegerla.
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